Nos suele gustar su reflejo en el espejo.
Pero somos más que eso.
Más que un soplo de vida
contenida en una jaula.
Como la tortuga a su caparazón,
cargamos a cuestas con el tiempo y el espacio.
Sabemos, acaso, que lo que vemos fuera
solo existe al observarlo.
Y nos creemos libres,
porque la jaula se mueve.
Porque es un vehículo,
a la vez continente y contenido.
Cuidada o abandonada,
nos identificamos con ella.
Con sus contornos, sus sonidos,
y sus límites precisos.
Apegados a placeres y dolores,
a olores, colores y sabores,
a texturas y sensaciones,
nos sentimos vivos.
Creemos que somos la jaula.
A través de ella, conocemos el amor.
Un amor de carne y hueso.
A veces iluso y confuso,
otras veces incondicional y verdadero.
Pero cuando la jaula se enferma,
o se hace muy vieja,
nos estorba.
Se convierte en escafandra:
lenta, rígida, pesada.
Y tal vez entonces veremos
que al identificarnos con la jaula
somos unos genios,
prisioneros de la lámpara.
Y quizás queramos escapar,
para al fin poder volar,
expandirnos en la paz,
sin necesidad de la jaula.
La metáfora de la tortuga que carga a cuestas con el tiempo y el espacio es del Dr. Robert Lanza.
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